LA VIDA Y LA MUERTE

Tal día como hoy, 17 de marzo de hace 26 años, moría mi madre a la edad que tengo en este momento, 57 años.

Lo que fue puro dolor, convertido en sufrimiento por una mente que quería controlar la vida y que se modelara a mi antojo, se ha transmutado en comprensión, en aprendizaje, en entendimiento de qué va esto de vivir.

Lo que quedó después de su muerte, fue tan importante como su propia vida. La mirada te cambia, la perspectiva del mundo también, porque sabes que estás en el bombo y que todos los días toca la parca a la puerta de alguien, sea cercano o lejano a ti, e incluso tú mismo.

Es imposible comprender la vida sin comprender la muerte, es inherente a la vida, es la doble cara de la moneda. No se puede vivir con intensidad y sin miedo si no se acepta y se convive con la muerte con plenitud, con la totalidad del ser.

Hasta llegar a ella hay que vivir pequeñas muertes que nos llevan a ir soltando el personaje, la idea de quién soy y la proyección del protagonista de la peli que nos hemos montado. Es ese ejercicio de auténtica madurez el que nos lleva a reconciliarnos con la esencia de lo que somos, con aquello que estamos llamados a ser.

Y es ese contacto con nuestras sombras lo que hace emerger la luz que somos, lo que nos inunda de una alegría serena y reposada que viene al encuentro y que poco tiene que ver con una felicidad ansiada y buscada.

El brillo que emana de mis ojos, la persona en la que me he convertido sólo podría entenderse desde esa vivencia con el duelo, con esa entrega a lo que sucede y con esa confianza en lo que decide la Vida, aceptándola sin resignación.

Es justo esa bendita rendición a lo que acontece, ese decrecimiento voluntario de mi ego lo que me confiere una cierta humanidad y me da la verdadera medida de mi persona. Ese dejarme en paz, ese olvido de sí en el que me abandono gozosamente.

Gracias a quien me dio la vida y, sobre, todo a quien me hizo entenderla.

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